jueves, 31 de julio de 2008

La Mujer y su mundo

Las madres: para siempre

Ser madre es tal vez el más complejo de los roles que nos toca vivir. Primero porque es para toda la vida, los hijos se quedan, hasta nuestra muerte, si tenemos la suerte de no verlos morir. No son una crisis que se resuelve y dura poco. Dura para siempre. Eso es único.
Las madres dan la vida, una vida que se hizo de a dos, pero que cobija sólo uno, que amamanta sólo uno. Y esa relación que es dada por la biología, es definitoria y definitiva. Hay muy pocas cosas definitivas en el mundo de hoy. Ser madre se hace entonces algo cada vez más único. Los vínculos familiares son cada vez menos obligatorios y sólidos, en los tiempos modernos que vivimos. Sin embargo y a pesar de cualquier conflicto, las madres son las madres. De una manera peculiar, inexplicable a veces, la madre ya sea por su ausencia o su presencia, por su solidez o fragilidad, por su calidad o su defecto, es un vínculo que aparece siempre en las crisis, en la cercanía de la muerte, en la soledad, en los momentos límites. De casi todos los seres humanos en casi todas las épocas de la vida.
No es fácil entonces aceptar ese rol para las mujeres, porque concentra lo más sublime y lo más peligroso, lo más querido y lo más temido. Dicen que lo único peor que ser madre es no serlo. Eso habla de un vínculo difícil. Porque hagamos lo que hagamos, no tenemos como hacerlo todo lo bien que quisiéramos.
San Pablo dice en una de sus primeras cartas, que se vuelve a la vida desde la muerte en el amor. Eso es lo que les pasa a las madres, que para bien o para mal, aprenden a querer porque son madres.
Las mujeres de hoy sufren porque se cansan, se enojan, se desesperan, se decepcionan, sufren, por causa de los hijos. ¿Quién dijo que el amor era sin dolor? A veces es más fácil aceptar de partida que todo lo sublime tiene un pedazo de infierno. Así es. En la vida sin certezas y llena de peligros en que viven los jóvenes, las madres tienen poca protección que ofrecer y poco que decir. No importa. Nadie les pide eso. No somos responsables de la vida de nuestros hijos. Somos responsables de quererlos a pesar de lo que sea. Y eso es mucho, muchísimo. Somos el lugar más seguro, aunque los eduquemos y los castiguemos y obliguemos a asumir sus responsabilidades, seguimos siendo lo más gratis que tendrán jamás.
¿Hay algo gratis y seguro en nuestras vidas? Nada o casi nada.
Ser gratis y segura es un regalo, el mejor, el más único, el más original, el más definitivo.
Invito a las madres a celebrar este nuevo día de la madre sin culpas, sin recriminaciones. Somos las que somos, mejores o peores, pero somos únicas.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

8 comentarios:

Cáliz del Grial dijo...

¿Quién tiene la culpa?


La culpa es un sentimiento tan complejo, de orígenes tan primarios y de manifestaciones tan paradojales a veces, que hay que tener cuidado con hablar de ella con liviandad. Está arraigada en el inconsciente más profundo, y su interpretación y manejo sicológico requieren mucha experiencia.

Pero el sentirse culpable de equivocarse o de dañar a otro, esa sensación cotidiana del deber cumplido a medias, del pequeño abandono innecesario, o de quien tuvo la culpa en uno u otra situación, ésa si vale la pena discutir ahora.

En las relaciones cotidianas, quién tiene la culpa, sobre todo en la vida de pareja, es todo un tema. ¿Quién debe pedir disculpas? ¿Quién es el malo y quién el bueno en el conflicto vivido? ¿Quién tiene derecho a la ira legítima de haber sido herido o pasado a llevar o maltratado o desprotegido?

Propongo cambiar el foco cuando entramos en esas conversaciones, porque en la práctica el tema es preguntarse qué nos causa a cada uno el problema que estamos enfrentando y qué podemos hacer para corregirlo, para reinterpretarlo, para hacernos cargo nosotros antes que el otro.

Es clásico entre parejas que uno de los dos pide perdón, a veces porque sabe que es la única manera de terminar el conflicto, a veces porque está acostumbrado a ser quien no entiende nada del mundo de los afectos, a veces porque ya hay tanto en juego a propósito de lo que parecía un detalle que mejor salvar el cariño.

Quién es culpable puede ser irrelevante, y suele serlo de hecho. Porque el juicio que cada uno hace sobre la acción del otro parte de experiencias disímiles, de biografías distintas, de puntos de vista a veces irreconciliables.

Que tal si mejor intentamos comprender qué paso, con uno y con el otro. Cuando partimos acusando ponemos la conversación en un ring de boxeo. Uno ataca, el otro defiende. Hasta que quien era atacado se convierte en atacante, cansado de juicios acusatorios injustos o justos, pero cansadores. Entonces lo que partió como una pelea sobre un atraso termina en una discusión sobre la incapacidad del otro de pagar a tiempo la tarjeta de crédito. O sea, sobre el egoísmo y la avaricia. Cuando hemos partido preguntando, genuinamente, para tratar de entender qué hace que el otro no considere el tiempo como una variable importante (si seguimos en la discusión sobre el atraso). Tal vea la rabia no se quiete, pero al menos el otro/a no es un enemigo culpable, es una persona que nos hizo un daño y tal vez no sabía que lo hacía.

La rabia que se guarda quienes viven juntos es a veces escandalosa. Siempre dolorosa de ver. Por eso que las conversaciones sobre quién tiene la culpa suelen despertar rabias, muchas rabias, rabias incontrolables.

Pero eso queda para otro día, es muy pesado para una pequeña columna

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Caliz dijo...

Las uvas de La Fontaine

Los mecanismos de defensa con operaciones sicológicas, casi siempre inconscientes, necesarios y adaptativos, impiden que lleguen a la conciencia aquellos contenidos, impulsos, necesidades, que si fueran reconocidas crearían angustia y culpa. Son parte de la personalidad normal y son sanos sólo si van cambiando y adaptándose a medida que se madura. En rigor, si no son limitados y transformados por el yo a través del tiempo darán origen a una neurosis. Como casi todo en la vida, lo que parece indispensable en algún momento y para algunas circunstancias, no puede transformarse en hábito si ha dejado de ser necesario. Si cuando no teníamos recursos sicológicos suficientes, el mecanismo de defensa fue importante para reducir la angustia, la frustración, para olvidar situaciones insoportables, para distanciar peligros a través de la fantasía, para reducir los impulsos agresivos, etcétera, la vida tendrá que llevarnos a enfrentar el máximo de situaciones con conciencia adulta y a desarrollar formas de resolver la angustia.

Hay un mecanismo de defensa muy importante: la negación. Importante porque, como digo siempre en estas columnas, la realidad se resiste apenas. Útil sobre todo si lo utilizamos conscientemente. Nos permite efectivamente evadir la realidad a través de la fantasía o la ensoñación; nos permite olvidos o distracción de aspectos dolorosos de la vida, de los otros y sobre todo de nosotros mismos; nos permite hacernos fuertes cuando tenemos miedo, etcétera.

Es un mecanismo muy masculino, aquí, en occidente al menos, por aquello de ser controlados y poderosos aunque parezca que el mundo se cae a pedazos.

Interesantemente hay una forma de negación que cada vez es más recurrente entre las mujeres. Descalificar aquello que queremos y no podemos tener. Banalizar o destruir el objeto del deseo. No merece la pena aquello que no se pudo alcanzar.

Parece que junto con pasar a la historia el amor trágico (ya las mujeres no se mueren de amor literalmente ni tienen la disculpa de un amor fracasado para no hacerse cargo de sus vidas) este mecanismo se ha ido instalando más y más.

La Fontaine tiene una linda fábula de una zorra que quería mucho unas uvas, pero que tras grandes esfuerzos no pudo alcanzar y súbitamente decretó que no importaba “porque estaban verdes”. Puede ser sano y necesario a veces descalificar lo que perdimos o no nos fue regalado por la vida; más sano sin duda que “llorar sobre la leche derramada”. Buen negocio para el mundo femenino.

Pero el dolor es el dolor y sentirlo es también sano.

Tal vez podamos hacer una mezcla original de la aceptación de la realidad del dolor ante el amor fracasado y el útil mecanismo de las uvas de la Fontaine.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Cáliz dijo...

Cuesta perdonar!

Si un marciano visitara este planeta y asistiera a los oficios de Semana Santa vería que el hijo de Dios, el más importante de los hombres, muere en la cruz para que los pecados de los hombres sean perdonados. Y preguntaría tal vez ¿por qué es tan difícil el perdón para los hombres que tuvieron que mandar al hijo del jefe máximo a morir para conseguirlo?

Es un tema difícil.

Se acusa a la sicología de exculpar a las personas de sus actos, relativizando sus culpas y poniéndolas en su crianza, su vida, sus padres, su infancia. Si no tenemos culpa, entonces no tenemos por qué pedir perdón sería la conclusión simple si la premisa anterior fuera verdadera, pero no lo es. La sicología ayuda a entender, a conocer las limitaciones, a asumir la historia propia con sus dolores olvidados y ayuda por lo tanto a perdonar, pero también a perdonarse. Lo obliga por tanto a uno a cuidarse a sí mismo y a cuidar a los que queremos de nuestras propias limitaciones. No exculpa. Tanto es así que la culpa es un instrumento importantísimo de diagnóstico. Quienes no sienten culpa o la sienten poco y leve, entran en los diagnósticos más graves, desde la sicopatía, los desordenes de personalidad y las enfermedades bipolares en su fase maniaca o en las sicosis directamente. Quien no siente culpa no puede amar ni aspirar al equilibrio síquico sin terapia y medicación.

¿Por qué entonces si la culpa es necesaria, pedir perdón es tan difícil?

Porque somos débiles, porque somos humanos, porque tenemos miedo. Por eso debió venir un Dios a otorgarnos el perdón, porque ya habíamos perdido el paraíso, porque ya no somos ángeles. Eso habría que explicarle al señor marciano.

Los hombres quieren ser queridos y aceptados antes que nada. Y el perdón se ha distanciado más y más de la fortaleza en la conciencia. Si el éxito es el valor supremo, la fragilidad aparece como su opuesto. Pedir perdón es reconocer culpa y es reconocer dolor. Propio o ajeno. Es reconocer nuestra limitación para cuidar a otros, para cumplir las promesas, para mantener la lealtad.

Lo difícil es perdonar, más que pedir perdón. Supone aceptar que el otro que me dañó es débil y en el dolor tendemos a ver a quien nos hiere como fuerte, por la capacidad de daño que tiene. Supone pararse en un lugar que nos obliga a mirar al otro como igual a mí, y a mí como alguien vulnerable y a la vida como algo peligroso. Un panorama que no parece muy fácil para nosotros que nos somos dioses.

Sin embargo, quien perdona hace un gran acto de liberación. Porque como existe el inconsciente, y a todos nos pasan cosas además de las que sabemos que nos están pasando, quien no perdona se va cargando de miedo y de resentimiento.

Es una inversión perdonar, para ponerlo en el lenguaje de moda y que todos nos entendamos.

Por: Paula Serrano (Sicóloga

Cáliz del Grial dijo...

Eclipse de luna

En noche de luna llena, cuando parece día y es medianoche, la luna puede empezar a ennegrecer y desaparecer. Luego la luna se convierte en un sol redondo color ámbar, un sol desconocido en plena noche. Y por fin vuelve a ser la luna llena y lo majestuoso de la naturaleza nocturna vuelve a aparecer como por milagro.

Una mujer campesina que mira el eclipse reciente sin casi pestañar, dice antes de volver a acostarse: “Es como la vida. Uno anda llena de luz y de repente todo se oscurece. Después la noche queda como noche que es, pero con un sol que no es como el sol, o sea como cuando uno se acostumbra apenas al dolor nuevo que le ha tocado y luego, más tarde, claro que hay que saber esperar, vuelve la luna llena y todo parece claro de nuevo. Ay, si uno no más se acordara que la luna va a volver, sufriría menos y le haría menos mal al prójimo”.

Es evidente que la naturaleza siempre simboliza la vida, o al revés. Pero parece justo que antes de empezar el año escolar y laboral del mes de marzo que ya está encima, pensemos un poco en esto del dolor y de cómo vivirlo. No sólo el dolor, el grande, sino todos sus derivados, que van desde la molestia hasta el sufrimiento. Volver a la vida normal es también volver a pequeñas tristezas o realidades que no siempre queremos. Nos anticipamos a ellas como si viniera un pequeño o un gran temblor que no nos gusta, creemos que si nos preparamos va a ser menos duro o que si nos hacemos los lesos va a desaparecer y la verdad es que la vida es con dolor… no hay caso.

El tema del eclipse nos muestra bien esto del sentido del tiempo en la realidad. El eclipse de luna tiene un tiempo. No puedo apresurarlo, no puedo detenerlo, no puedo alentarlo. Las madres con frecuencia queremos cambiarle el tiempo a la pena, a los fracasos, a las crisis, aun a los defectos que son consustanciales a nuestros hijos. Que pase luego, que hagan las cosas como hay que hacerlas, que busque ayuda, que por favor se apure en pasar el trago amargo. Y hombres y mujeres, jóvenes y viejos (aunque los viejos son más pacientes en general, porque ya saben que no se apura el tiempo), más allá de los hijos, quisieran controlar la duración de lo desagradable y lo horroroso. Está muy bien, quien se instale a esperar que Dios le ayude sin ayudarse a sí mismo, puede convertirse en un leño seco de pura amargura. Pero el apuro nada tiene que ver con la acción positiva ante la vida. La lata, el hastío, la pena, la tristeza, el dolor, tienen un tiempo que nadie puede cambiar.

Porque son señales, también. Si volver a la vida normal es un desgarro, algo anda mal en la propia vida. Si algo nos duele mucho, es bueno saber qué nos duele y para eso hay que tomarse el tiempo de sentirlo. No está de moda, porque parece poco eficiente. Pero la psiquis, como la naturaleza, tiene sus propios tiempos y respetarlos es una buena inversión a mediano y largo plazo.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Cáliz del Grial dijo...

¿Dónde estabas tú?

Alicia era una joven universitaria, muy capaz, muy asertiva y muy anti feminista. Había estado en un colegio mixto, había sido mejor en sus rendimientos que la mayoría de sus compañeros, eligió una carrera predominantemente masculina y entró a trabajar en un mundo de hombres sin jamás sentir que fuera discriminada. Afirmaba con pasión que las mujeres que acusaban a la sociedad de machista eran unas “perdedoras”, que sencillamente no se la podían. Se casó, hizo su maestría en el extranjero junto a su marido y mantuvo su certeza de que ser mujer era como ser hombre en el mundo académico y laboral.

Alicia se embarazó y sintió que entraba en un mundo nuevo para el que no estaba equipada. El embarazo fue difícil, debió hacer reposo y fue reemplazada en su trabajo por otro profesional, temporalmente. Cada vez que volvía a su oficina, gorda y débil, sentía la rabia de no tener ya su escritorio ni sus atribuciones, pero ¡todo sea por el niño que viene! Después de que nació su hijo, los días eran largos y solitarios, su marido mantuvo su vida normal y ella debió hacerse cargo de la casa y de la guagua. Sus amigas que la visitaban no podían entender que estuviera tan enojada con la vida. Alicia estaba muy feliz de su maternidad, pero no podía asumir que la vida le cambiara solo a ella, que su compañero de aventuras y marido, padre de la criatura, no cambiara salvo en la felicidad de llegar a casa y encontrar a su hijo sano y bien cuidado. No sólo eso, él postuló a un post grado apoyado por ella y ella cuidó al hijo en el extranjero mientras él se especializaba.

Alicia, como tantas otras jóvenes que tenían un futuro promisorio, debió optar muchas veces por la maternidad, en enfermedades, en crisis, en problemas; quien sacrificó su carrera fue ella. Y fue una gran profesional, sin asumir grandes responsabilidades. Alicia fue abandonada por su marido después que él fuera enviado al extranjero y decidieran por razones familiares que ella se quedaría en Chile.

Hoy, el marido de Alicia es un hombre importante en el mundo, se casó de nuevo con una jovencita, da a Alicia la pensión que la ley le exije, y ve a su hijo dos meses al año. Ella trabaja hoy 10 horas diarias, tratando de vivir como quiere y de mantener a un hijo que tiene una salud precaria.

El niño ha tenido un problema serio, fue maltratado, abusado, en su propia casa. La psicóloga infantil le pregunta a Alicia en la primera sesión:

¿Y dónde estabas tú?

Ella ha llorado y se ha culpado y después de mucho, un día cualquiera, gritó:

“Estaba trabajando. ¿Le ha preguntado usted a su padre dónde estaba él?”

Alicia me ha pedido que cuente esta historia de dolor, porque nadie tiene derecho a preguntarle a una mujer que trabaja y es jefa de familia dónde estaba a las tres de la tarde de un día jueves cualquiera. Pero lo hacen a cada rato y las madres en vez de estar orgullosas de su propia valentía, como lo estaría una mujer del mundo popular, agachan la cabeza, aceptan la culpa y caminan con el corazón quebrado.

Los especialistas, médicos, psicólogos, educadores, podemos ser machistas y clasistas sin darnos cuenta. Cuidemos a las mujeres que trabajan, son verdaderas heroínas.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Cáliz del Grial dijo...

Libertad

Las mujeres, dice la psicología, tienen gran dificultad en la conformación de su identidad y luego en mantener una cierta autonomía que les permita grados de libertad mayores a los que tienen hoy. De libertad interna, claro está. La otra, la libertad pública, sigue el proceso inverso, aumenta más y más. No es fácil vivir esta contradicción, tanta libertad nueva y tan escaso espacio de libertad vital.

La libertad es la aceptación pacífica de la realidad. La vida de las jóvenes mujeres de hoy no tiene nada de pacífica y más bien intenta asumir realidades más y más complejas y diversas, que aceptar la propia vida, con las propias limitaciones, con las propias necesidades y por ende poder acceder a la libertad. Si se busca la perfección, si se busca caber en las categorías de madre excelente, esposa abnegada y profesional destacada, la verdad es que la realidad no puede aceptarse con paz.

La libertad es también la búsqueda de la felicidad. ¿Buscamos las mujeres actuales la felicidad? Sí, pero afuera. En la aceptación de los otros, en los logros de los nuestros, en conseguir el afecto y la pertenencia que buscamos.

No estamos dedicadas a simplificar la vida, a poner límites, a plantear necesidades, a mostrar nuestros defectos. La felicidad propia es sin duda también la felicidad de otros, esto es así para toda la raza humana. Decir que ser libre es buscar la felicidad no es una invitación a la soledad y al hedonismo, es una invitación a la alegría de ser quienes somos el máximo de tiempo, a no andar disfrazada, a no vendernos a través de las promesas infinitas de rendimiento, a no rendirnos ante la culpa que nos acecha. Es, en definitiva, una invitación a la honestidad.

La libertad tiene que ver con la sencillez de la felicidad, si la entendemos como alegría de estar vivos, simplemente. Y de querer y que nos quieran, y de tener proyectos y que nos resulten. Pero para que eso pase, para que nos quieran y nos resulten los proyectos, y para vivir la alegría de los días, tengo que hacerme cargo de mi propia naturaleza, de mis debilidades, de qué puedo y qué no, de cuál es mi deber y cuál es el deber que mi círculo social me impone.

Los hombres dicen que las mujeres son gastadoras compulsivas. Tienen razón.

Pero lo que gastan de más, porque no lo tiene a manos llenas, es su propia energía, es la fidelidad a su propia identidad.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Cáliz del Grial dijo...

El peligroso control femenino

Parece una obsesión, lo es.

Si las mujeres chilenas no dejan de controlarlo todo, van a ser quemadas en la hoguera.

Porque hoy la hoguera no tiene llamas, pero es fatal igual. El castigo es lento, crónico e inevitable.

Las mujeres controladoras pierden con más facilidad a sus parejas. Ya sea porque éstas se van o porque se enamoran sistemáticamente de otras. Porque si bien los hombres profitan del exceso de control femenino, delegando en ellas todo, se van quedando impotentes y sabemos que ante el terror de la impotencia, el macho busca asegurar su masculinidad en otros brazos. Esta impotencia puede ser sexual, pero la mayoría de las veces es simbólica.

Las mujeres controladoras se enferman más. El control requiere niveles de alerta enormes y por ende supone gran tensión, síquica y muscular. Gastan mucho e invierten poco, por lo tanto, son propensas a la depresión, al cansancio crónico o a las fibromialgias. Tienen las defensas bajas de tanto trabajar en el control de todo y de todos y por lo tanto sufren enfermedades crónicas y graves. No se andan con chicas estas mujeres.

Las mujeres controladoras se sienten solas y se van quedando solas. Ellas educan a sus hijos, a sus familias, a sus parejas, a no cuidarlas. Los que las rodean no se sienten necesarios, se sienten necesitados de cosas que ella da a manos llenas o que condiciona sutilmente. Están rodeadas de mil amigos en las buenas y a medida que envejecen se van quedando muy solas. Pero, sobre todo, ¡se sienten tan solas! Como no. Para sentirse acompañado y querido de verdad, hay que tener la sensación consciente o inconsciente de que hay algo gratuito, de alguna reciprocidad en los afectos. En el control, quien da mucho lo hace para sí, para soportar el miedo a la incertidumbre, para asegurarse de que todo salga como ella quiere, para expulsar a la muerte, a la muerte inevitable, a la suya. No lo hace por otros, parece generosa sin serlo. Las relaciones que establece no tienen otra intimidad que la del control, la de sentirse necesaria, la de dominar, la de asegurarse, la de evitar dolores y humillaciones, equivocaciones o fracasos.

La lista de la hoguera moderna es muy larga.

Hay otros caminos, donde la vida va hablando, donde se deja hablar a la vida, donde se mira y se ve, donde se oye y se escucha.

Bienvenidos los pobres de espíritu. Las mujeres que no controlan se parecen a las pobres de espíritu del Evangelio.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)

Caliz dijo...

Dueña de casa, alto riesgo

La Universidad Adolfo Ibañez acaba de publicar una encuesta interesante sobre el estrés y los chilenos. Uno de cada cuatro chilenos manifiesta un alto nivel de estrés. El 27% de la población ha colapsado alguna vez ante él.

Difícil aceptar que vivimos en un país tan tenso. Pero cada uno, en su corazón, lo sabe.

El estudio determina, por fin, con datos cuantitativos, algo que los expertos en salud mental sabemos hace tiempo: que las dueñas de casa son el grupo más afectado. El 41,7 de las dueñas de casa declara sentir altos niveles de estrés. Las más pobres, las con menor educación, las jefas de hogar sin apoyo de marido, son las que están en mayor riesgo.

Pienso que estos datos no dan cuenta de una situación coyuntural. Más allá de las circunstancias, como inflación o la inseguridad ciudadana que, según el estudio, pueden estar influyendo en el sentirse amenazado de la población en general y en particular de las mujeres dueñas de casa, ser mujer, mamá y dueña de casa es difícil en Chile. Es el tema que recurrentemente hemos abordado en estas columnas semanales.

Hoy quiero aprovechar estos datos de la UAI para llamar la atención sobre el fenómeno del doble estándard que hay cuando se habla de la importancia de la familia en Chile.

Es un lugar común que nadie discute, ni los políticos, ni los lideres morales y religiosos, que la familia es el núcleo más importante de la sociedad. Sin embargo, nadie agrega que esta construcción llamada “familia” está sobre los hombros de las mujeres chilenas. Los hombres son parte fundamental de su existencia y de su salud, pero cada año aumentan las familias cuyo jefe de hogar es una mujer. Si esto es dramático en los sectores populares, es cada vez más común en los sectores medios altos.

También son dueñas de casa las mujeres que trabajan, aunque en la muestra de la UAI sean una categoría aparte, como debe ser con fines de análisis. Esas dueñas de casa que tienen educación universitaria, que trabajan y tienen otras fuentes de realización que la familia y que no están acosadas por la inflación, también están estresadas o deprimidas. La mayoría tiene al menos acceso a tranquilizantes. También ellas son una población en riesgo.

Es urgente tomar este tema como prioridad en el sistema de salud y en los programas de prevención. Es urgente, de verdad, si bien las chilenas son famosas en este continente por su fortaleza sin límites, algo se está quebrando, silenciosamente. El peligro es que no estamos hablando de las mujeres, estamos hablando de la familia (que está a su cargo) y de las futuras generaciones de chilenos.

Por: Paula Serrano (Sicóloga)